Nunca pensé que diría esto, pero volar cambió mi forma de ver el mundo.

Llegamos al punto de despegue temprano, con el sol apenas saliendo entre las montañas. El corazón me latía fuerte, no de miedo, sino de emoción. Me puse el arnés, escuché las instrucciones del piloto —tranquilo, claramente experto— y antes de darme cuenta… ya estábamos corriendo cuesta abajo.

Y de pronto: el suelo desapareció.

El silencio, la vista, la sensación de flotar... no se parece a nada. No es como una montaña rusa. Es paz con adrenalina. Todo se ve tan pequeño abajo, pero uno se siente gigante allá arriba.

Vi el mar, las colinas, un cóndor que nos saludó desde lejos (o eso quise creer). Fue corto, pero eterno. Cuando aterrizamos, solo podía sonreír como tonto.

Repetiría mil veces.

Anónimo